Cuando mis padres nos lo contaron el sábado en la comida familiar, mis hermanos y yo no pudimos aguantarnos la risa. Lo primero que soltó mi hermano fue «que se joda, por repelente». Mi hermana, un «¿nos vais a volver a decir que nos parezcamos a él?». No voy a negar que no nos alegráramos. Al fin y al cabo lo habíamos odiado desde pequeños y siempre habíamos deseado que hiciera algo mal en la vida.
Esa tarde vinieron mis tíos a tomar café a casa. Estaban disgustadísimos. «Es tan impropio de él», decían. «Con lo perfecta que es Carla, no sabemos por qué la ha engañado de esa manera». Enseguida lo comprendí todo. Su vida perfecta era la culpable de todo. Su novia perfecta, su trabajo perfecto, su casa perfecta, su expediente académico sin un solo suspenso… Nunca se había permitido una mancha, un desliz, una noche de fiesta que se le fuera de las manos. Aquellos mensajes eróticos eran como una vía de escape, la oportunidad para hacer algo que no estaba bien sin que nadie se enterase.