En la esfera del género, las mujeres luchan contra una carga social, semántica y política que las oprime y denigra al papel masculino. En efecto, no se trata de un grupo secreto de súpermachos que controlan el mundo y eligen cómo minimizar al sexo femenino en reuniones celebradas con los líderes del mundo, ni de agentes encubiertos en universidades y puestos de trabajo que ponen trampas para que las mujeres no logren sobresalir, ni de alguna de las torpezas frecuentemente aludidas por aquellos incapaces para ver más allá de su nariz, que con ingenuidad superlativa y seguridad quijotesca levantan su voz con argumentos apologistas del tipo: “Si no estudian ciencias, es porque no quieren”, “nadie las detiene” o “ellas solas se hacen menos”, rematando su afirmación con cifras oficiales.
El machismo se reproduce en todos niveles, a veces sin consciencia del acto: lo hacen los empleadores de empresas dedicadas a la tecnología, la industria pesada o la operación de maquinaria típicamente pensada desde la categoría masculina. También pasa algo similar con las mujeres cuyo trabajo depende de su pericia al volante o automovilistas. Lo mismo con quienes pretenden estudiar una ciencia natural o carreras con matrículas donde el sexo opuesto es predominante, o desde la posición social: las mujeres abiertas a la experimentación sexual, las madres solteras, las feministas y toda clase de discursos disruptivos son tratados con la misma lógica.