No es que ninguno de los dos hubiese nacido millonario, pero las cosas les habían ido bien (sobre todo a él) y durante los últimos años habían empezado a llevar un nivel de vida bastante alto. Ana se había acostumbrado a lo bueno, a vestir de marca, a viajar donde le apeteciese y a no tener que preocuparse por llegar a fin de mes. Y aunque suene mal decirlo, eso es lo que más le había tirado para atrás al plantearse el divorcio.
Anoche Ana me estuvo contando que tres meses antes de casarse se enteró de que él le había sido infiel. Obviamente, se planteó la opción de dejarlo y anular la boda, pero (palabras textuales) no se imaginaba su futuro sin él y todo lo que habían conseguido juntos. Decidió no contárselo a nadie, seguir adelante como si aquello no hubiese pasado y pasar por el altar.
Pero claro, Ana ya no confiaba en su marido. Los viajes de negocios eran un suplicio para ella, hasta el punto de volverse una celosa enfermiza que controlaba sus redes sociales, llamadas, mails y tarjetas de crédito. Lo malo era que, cuanto más lo espiaba, más posibles casos de cuernos encontraba.