Desde el año 1982 se popularizó el término “punto G” referido a las mujeres; pronto, los hombres empezaron a buscar el suyo propio.
Así es. Si hay algún lugar que pueda considerarse el punto G masculino, esa es su próstata (hay quien se refiere a él como punto P). De ahí que el masaje prostático, aunque siga siendo tabú, se haya convertido en una socorrida herramienta para obtener o, mejor dicho, multiplicar (ellos no tienen tantos problemas para alcanzar el clímax) el placer masculino. A veces, de manera externa, a través del perineo –la zona que se encuentra entre el ano y los testículos–, pero de manera mucho más sencilla, a través de la penetración, que puede llevarse a cabo de muy distintas maneras, según gustos, inclinaciones o preferencias.
No cabe duda de que la mayor parte de discursos sobre el punto G participan de la mistificación de dicha zona. Lo aseguraba una investigación publicada en el ‘American Journal of Obstetrics & Gynceology’: desde su irrupción en el léxico sexual a principios de los años 80 en el libro ‘The G Spot‘ se ha convertido en un concepto muy utilizado, a pesar de que la evidencia sobre su existencia no haya sido concluyente. Aún peor si se trata del masculino: hay que poner mucho de nuestra parte para creer en él. Pero no tanto para disfrutarlo, se llame como se llame.