Todo estaba preparado para el gran día. El sitio era precioso: un jardín al aire libre, con sillas blancas y presidido por un arco floral, todo muy de comedia romántica americana. La novia estaba preciosa. Y el novio… El novio no paraba de sudar. Cuando Andrea llegó al altar, Dani no pudo hacer otra cosa que desabrocharse los primeros botones de la camisa. Sentía que se ahogaba y que no podía con aquella situación. Durante la ceremonia, ella no paró de preguntarle si se encontraba bien, a lo que él respondía con un movimiento de cabeza confuso, el típico sí-no.
Y llegó el momento del sí quiero. Dani se tuvo que soltar la corbata casi hasta el pecho porque le faltaba el aire. Se armó de valor, cogió el anillo, se lo puso en el dedo a la novia… y mandó al cura (muy amablemente) que se callara. Solo pudo decir: «Te quiero, pero no puedo hacer esto». Andrea empezó a llorar desconsoladamente y él desapareció corriendo por el pasillo. Entonces oí la voz de mi hermano en el cogote: «Te dije que no te compraras ningún vestido». Eso sí, tendríais que haber visto la cara de felicidad de mis padres.