Y llegó la quinta, la que todos creíamos que era la definitiva (menos mis padres, claro). A los dos días de conocer a Andrea, Dani ya le había dado el primer beso. A la semana estaban saliendo en serio, a los seis meses empezaron a buscar piso, y a los dos años le pidió que se casara con él. Ella había conseguido lo que ninguna otra, ¡y en un tiempo récord!
Los problemas empezaron en cuanto fijaron la fecha de la boda. Dani se convirtió en víctima de continuos ataques de pánico prematrimonial. Dudas, estrés y ansiedad eran el pan de cada día, pero todos le insistíamos en que aquello era lo más normal del mundo. Pretendía casarse, ¡cómo no iba a estar nervioso!
Mi hermano fue el único que vio venir lo que se avecinaba en aquella calurosa tarde de mayo. Lo conocía mejor que nadie, y sabía que no eran solo nervios, que Dani tenía auténtico y verdadero miedo al compromiso. «No se va a casar», nos advertía constantemente. «Mejor que no te compres ningún modelito nuevo, que no lo vas a amortizar», me dijo un par de veces riéndose. Pero nadie le hizo caso porque, a ojos de todo el mundo, Dani y Andrea estaban hechos el uno para el otro.