Las prácticas orales, anales, de masturbación, el petting y toda la diversidad de formas de disfrutar del acto sexual se redujo a la mera interacción entre pene y vagina. Esta transformación gradual trajo consigo un doble efecto que si bien significó un aumento cuantitativo, redujo cualitativamente el placer femenino. Al tiempo que cada vez más mujeres se abrieron a tener sexo sin tapujos, la calidad de cada encuentro disminuyó a raíz de la penetración como acto sublime del sexo.
Entonces tomó fuerza una problemática que durante mucho tiempo fue parte de los tabúes propios del tema. Con la llegada del coitocentrismo, un sinfín de hombres y mujeres cayeron en cuenta de una evidente falta de coordinación en el tiempo que ambos dedicaban para llegar al orgasmo.
Por un lado, los hombres se convirtieron en eyaculadores precoces, incapaces de retardar el orgasmo el tiempo necesario para satisfacer a su pareja. Por el otro, las mujeres se hicieron de una incapacidad común para transformar los pocos minutos de sexo en un instante de clímax. Esta concepción es la culpable del gran mito que rodea a la sexualidad en el presente. Para todo el mundo, un encuentro sexual pleno es aquél donde el hombre, convertido en una frenética bestia de dar placer, embiste durante horas con idéntica intensidad a la mujer, insaciable receptora sexual. ¡Nada más falso!