El tercero se llamaba Álvaro, como mi padre, y era igual de atento que él, o sea cero. Podía gastarme cientos de euros en un bolso de Prada o en unos tacones de Jimmy Choo que él ni siquiera se iba a dar cuenta de que eran nuevos. Y al revés, podía ponerme un vestido millones de veces y preguntarme siempre si lo estaba estrenando esa noche. Juro que era desesperante.
Mención aparte merece lo de la lencería. Creo que no hay hombre en el mundo que se dé cuenta de que llevas un conjunto carísimo de Victoria’s Secret o uno de encaje del malo que encontraste rebuscando en un montón del mercadillo. Vale que en el momento del tema no seáis capaces de ver nada, pero fijaos un poco, que la compramos por vosotros.
¡Y qué decir de los kilos! Podía pasarme meses a dieta estricta y gimnasio a tope que nunca ninguno de mis novios me dijo «te noto más delgada». La peluquera, la panadera de la esquina y la vecina del quinto venían a preguntarme cuánto peso había perdido, pero para ellos seguía estando como siempre. Me daban ganas de tirarme a la Nutella.