Hoy es Matthew el que causa estragos, pero antes lo fueron Katrina, Mitch, Irene…
Existe cierto egoísmo en el hecho de poner un nombre a todas las cosas que nos rodean. Los humanos nombramos para que lo abstracto se convierta en real, cierto. Pero también para poseer todo aquello que bautizamos, y quien dice poseer, dice también todo lo que ello implica: amar, querer, reñir, odiar y, por supuesto, echar la culpa. Cuando se identifica con un nombre una catástrofe, siempre nos resultará más sencillo entenderla y superarla. Por eso no es lo mismo decir que ‘un huracán ha matado a 339 personas en Haití’ que decir que “Matthew ha matado 339 personas en Haití”. La desgracia, en ambos casos, es la misma. Pero está demostrado que con la segunda opción, al humanizar el desastre natural, siempre será más fácil en el futuro pasar página.
Lo curioso es que no hay ninguna intención de alivio psicológico en el hecho de que todas las tormentas tropicales y huracanes se llamen como las personas. Que nombres como Katrina, Mitch o Yolanda hayan pasado a la historia como sinónimo de algo destructivo responde a otro motivos que nada tienen que ver con servir de alivio al dolor de sus víctimas.