En el caso de los hidratos (frutas, cereales, pasta…) cuando la glucosa llega al torrente sanguíneo, entra en juego la insulina, hormona liberada por el páncreas, que se encarga de hacer que esa glucosa llegue a las células, convirtiéndola en energía (glucógeno), o, si la energía no es consumida, en grasas que serán almacenadas en el tejido adiposo como reserva para cuando el cuerpo la necesite.
Conocer el índice glucémico de un alimento nos permite «controlar» mejor este proceso. La idea es consumir alimentos de IG alto (rápida absorción) cuando nuestro organismo demanda un extra de energía inmediata (por ejemplo, antes de un entreno) y elegir IG bajos (lenta absorción) cuando lo que se requiere es un aporte energético progresivo.
Para medir el IG se toma como referencia la propia glucosa. El creador de esta «tabla» del IG de los alimentos fue el doctor David Jenkins, pensando principalmente en un barómetro capaz de medir la influencia de los azúcares en la alimentación de las personas diabéticas. Según la tabla, el azúcar (glucosa) tiene un IG de 100, y, partiendo de este valor, cada alimento tendría el suyo (más alto cuanto más se acerque o supere el 100).