Como siempre, el tratamiento visual de la película es abrumador. Anderson demuestra una exquisita madurez para el juego de cámaras, con unos encuadres y una composición que huyen de convencionalismos para sumergirse en un sutil surrealismo y con sus ya clásicos y rapidísimos zooms o travellings laterales, que actúan como introducción en varias escenas.
La fotografía de Robert Yeoman (presente en todas las películas del director excepto en El Fantástico Sr. Fox) sigue definiendo a la perfección el tono que Anderson quiere darle a la historia, entre imagen real, fábula e incluso película de animación, con una iluminación que influye de forma decisiva en algunas de las escenas. Por no hablar de un diseño de producción que remata un apartado visual único, rozando la filigrana y convirtiendo los escenarios en parte indispensable de la historia e incluso en algunos casos en un personaje más.
Y por último, y no menos importante, un envoltorio musical que Alexandre Desplat, balalaika mediante, convierte en definición de un lugar (la Europa oriental) y una época (primera mitad del siglo XX).