Y lo irónico es que lo hace con dulzura, con acelerones, sí, pero siempre desde un punto de vista intimista, como un bofetón dado con guante de seda, dejándonos clavados en nuestros asientos mientras en la pantalla del televisor se desata el drama (a veces la tragedia) y los vaivenes emocionales nos sacuden y nos agotan, aunque al final de cada episodio nos sorprendamos pidiendo más.
En Black Mirror hay de todo, desde la vertiente más cómica (en su superficie) del episodio titulado El Himno Nacional, en el que el primer ministro británico es chantajeado para que se grabe realizando un acto comprometedor y lo difunda por televisión y redes sociales, pasando por la profundidad emocional de Tu Historia Completa, en el que todas las personas llevan implantado un chip que les permite grabar toda su vida y poder reproducirla, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, hasta el frenesí y la desesperación de El Oso Blanco, descripción del voyeurismo extremo que nos corroe y en el que uno se cuestiona dónde están los limites del concepto “reality show”.