Entre cenas y cafés pasaron siete días y ya parecía que lo conocía de toda la vida. Adrián era lo que se dice un trozo de pan, y tenía un corazón que no le cabía en el pecho.
Colaboraba con ONGs, había hecho decenas de voluntariados, y había pasado los últimos años, casi exclusivamente, cuidando de su madre enferma. A su lado yo me sentía la madrastra de Cenicienta.
Incluso llegué a inventarme que había hecho de voluntaria en Proyecto Hombre, basándome en las veces que había tenido que aguantar a algún compañero yonki de la residencia universitaria.
No le podía decir que nunca me había llamado la atención eso de ayudar a los demás, o me preguntaría qué clase de monstruo era yo.
Total, que no era capaz de encontrarle ningún defecto. Yo iba destapándole los míos poco a poco, a ver si así se animaba a contarme los suyos.