El primer sábado teníamos que ir con vestido, tacones y maquilladísimas cual escopeta de Homer (bueno, no tanto). Yo ya sabía cómo iba a ser aquel día, que ya había pasado muchos así desde que conozco a Bárbara.
Ya en el restaurante, el camarero empezó a tontear con ella, y acabó apuntándole su número en una servilleta cuando nos traía los postres. En el museo, nos estuvieron persiguiendo un grupo de veinteañeros estudiantes de Historia del Arte, a los que por lo visto les interesaba más la anatomía que los propios cuadros.
Luego, fuimos a una terraza a tomar algo, donde de nuevo Bárbara se llevó el teléfono del camarero. Y el del chico de la mesa de al lado, que no paraba de guiñarle un ojo y hacerle gestos obscenos con la lengua.
A medida que avanzaba la noche aún eran más los buitres que nos acechaban. Hasta el punto de encontrarnos en la discoteca rodeadas por una multitud de hombres babosos intentando atacar.