La doble moral con respecto a la exhibición de material sexual explícito sigue funcionando. Hace una década, cuando el acceso a las películas de este género era más cuantificable, el New York Times calculó que los vídeos y la pornografía por internet generaban un negocio más grande que el fútbol, el baloncesto y el béisbol profesional juntos.
A nivel mundial, la revista Forbes estima los beneficios en 60.000 millones de dólares anuales: unos 250 millones de personas consumen los productos de esta industria. Según los datos de la web PornHub, uno de los mayores servicios gratuitos de cine en streaming para adultos, España es decimotercera en el ranking de consumo de porno online por países (Estados Unidos encabeza la lista, seguido del Reino Unido y la India). Cuando uno de nuestros compatriotas accede a este contenido, pasa de media 8 minutos y 4 segundos ante la pantalla.
Sin embargo, la legislación –hecha por usuarios del porno– censura muchas prácticas en nombre de una moral hipócrita. Un ejemplo reciente: en el Reino Unido, la ley prohíbe desde 2014 mostrar ciertos actos. Y entre ellos, hay algunos que no parecen afectar a la seguridad de los participantes –el límite razonable–, como el azote y la palmada, la coprofilia –miccionar o defecar sobre otra persona–, el fisting –insertar el puño en el ano o la vagina– o la eyaculación femenina.